Hace muchos, muchos años —bueno, quizá no sean tantos, pero a mí me parece que ha pasado una eternidad— me embarqué junto a mis padres y mi hermano en el mayor viaje, en el sentido estricto de la palabra, que habíamos hecho hasta la fecha. En aquella aventura, germen del sinfín de rutas en coche que trazaríamos sobre el mapa de Europa en años aún por venir, fuimos a Madrid y a Segovia, y visitamos multitud de lugares que nos dejaron boquiabiertos. Hace poco tuve la oportunidad de volver a visitar algunos de los parajes de Segovia y su provincia que tanto me habían marcado en su día, pero esta vez con nuevos ojos —y con una nueva cámara que nada tiene que ver a aquella de carrete que usaba allá por el verano de 1998— para redescubrir el Acueducto, el Alcázar y el Palacio Real de La Granja de San Ildefonso.
El acueducto de Segovia, construido en el siglo ii d. C. durante los reinados de Trajano y Adriano —o al menos esa es la fecha más aceptada, ya que el momento exacto se desconoce—, es uno de los monumentos del Imperio romano más importantes de la península ibérica y el más conocido de la ciudad. Cuenta con un total de 167 arcos realizados con sillares de granito que, por increíble que parezca, se mantienen en su sitio sin la ayuda de ningún tipo de mortero o argamasa, tan solo gracias a las fuerzas de empuje —perfectamente estudiadas— que se producen entre los bloques de piedra. La parte más espléndida es la que salva la extensión conocida como plaza del Azoguejo, llamada así en referencia a la antigua plaza de mercado —también conocidas como «azogues»— que se encontraba en esta zona durante el medievo. Aquel día, mi mujer y yo salimos temprano desde Santiago con destino Segovia, y fue precisamente en esta plaza a los pies del acueducto donde decidimos encontrarnos con mis padres para pasar un día en la ciudad antes de ir ya todos juntos a nuestro alojamiento en el Real Sitio de San Ildefonso.
En 1985, la Unesco declaró el acueducto como Patrimonio de la Humanidad junto a la ciudad vieja de Segovia, como reza una placa que se puede encontrar a los pies del monumento. Es uno de esos lugares que, por muy majestuosos que puedan parecer en una fotografía, una vez en persona superan con creces toda expectativa, y que se haya conservado tan bien es debido en parte a que hasta hace no mucho ha seguido desempeñando su función original, abasteciendo de agua al Alcázar y a la propia ciudad de Segovia. No obstante, 36 de sus arcos no son originales, ya que fueron destruidos en el año 1072 por Al-Mamún, rey de la Taifa de Toledo, en una de sus incursiones a los reinos cristianos; por suerte, fueron reconstruidos usando gran parte de las piedras originales en 1453, bajo el reinado de los Reyes Católicos, por iniciativa de Juan de Escobedo, fraile jerónimo del cercano monasterio del Parral. Su altura máxima es de 28’50 metros, y en la parte central se pueden ver dos hornacinas: la que da a la plaza del Azoguejo tiene una imagen de la Virgen del Carmen, y la que da a la plaza de la Artillería está vacía (anteriormente contenía una imagen de san Sebastián realizada en madera, hoy desaparecida). Originalmente ambos nichos cobijaban estatuas de Hércules, legendario fundador de la ciudad, pero se perdieron en la noche de los tiempos junto a la antigua inscripción en bronce que las acompañaba; en el siglo xvii se instalaron en su lugar las imágenes antes mencionadas.
Lo cierto es que hasta hace cosa de un siglo la visión del acueducto tenía que haber sido bien distinta, ya que multitud de viviendas se asentaban junto a los pilares de este, pero poco a poco se fueron demoliendo para que quedara completamente visible. A los pies del acueducto, junto a la arcada por la que hasta 1992 podían cruzar los coches, hay una cruz con la siguiente inscripción: «En señal de devoción esta cruz aquí pusieron devotos que en ella hicieron memoria de la Pasión». Cerca del acueducto se encontraba antiguamente la iglesia de Santa Columba, un edificio románico del siglo x, pero fue demolida en 1930 y sobre su emplazamiento poco queda salvo una capilla dedicada a la misma santa levantada en 1998 en recuerdo de la antigua iglesia que parecía estar cerrada a cal y canto. Al lado de la capilla había una fuente con el curioso escudo de Segovia —conformado por la parte central del acueducto rematado con la cabeza de una mujer—, que nos encontraríamos en multitud de ocasiones durante nuestra visita.
Tras comer en uno de los restaurantes de la plaza del Azoguejo, subimos por las escalinatas situadas en la zona norte del acueducto y llegamos al postigo del Consuelo —también llamado, precisamente, postigo de Santa Columba—. En su Libro del buen amor, el escritor Juan Ruiz —más conocido como el arcipreste de Hita— habló de esta ciudad de la siguiente manera: «Después d’esta aventura fuime para Segovia, non a comprar joyas para la chata novia, fui ver una costiella de la serpiente groya, que mató al viejo Rando segund dise en Moya». Lo que este señor quería decir con semejantes versos solo él lo sabría, pero la hipótesis más extendida es que esa costilla de la serpiente «groya» —es decir, de granito— es, en realidad, el afamado acueducto. Una placa recuerda al célebre poeta castellano en este lugar, junto a un balcón con una de las mejores vistas de Segovia y su acueducto.
En el mencionado postigo nos encontramos nuevamente con el escudo de Segovia en un relieve sobre la entrada —algo más desgastado que el anterior— así como en los azulejos que hacen las veces de placas de calle y que nos irían guiando durante todo el paseo. Al traspasar este postigo se llega a la zona intramuros, y justo en esta parte se pueden ver los últimos arcos del acueducto antes de que sus aguas se sumerjan en una canalización soterrada que atraviesa la ciudad vieja y llega hasta el alcázar, en el otro extremo de esta. En el lado posterior del postigo había una imagen de la Virgen María, pero no he encontrado mucha información sobre ella.
Continúa en: Segovia – Capítulo II
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