Si bien la imagen de la Acrópolis la tenía bastante clara antes de visitar Atenas, del resto de la ciudad apenas había mirado nada. Lo que tenía claro era que quería visitar el Museo Arqueológico Nacional, pero como cerraba tarde lo dejé para el final y me dispuse a realizar una ruta a pie por los lugares más representativos que había visto en mi guía. Cerca de la salida de la Acrópolis me encontré con el Arco de Adriano, una puerta triunfal erigida en el 132 d. C. como conmemoración de la primera visita del emperador Adriano a la ciudad de Atenas. Fue construido con mármol del monte Pentélico, al igual que los monumentos de la Acrópolis, y sin usar ningún tipo de cemento o argamasa para fijar sus sillares. Por lo que he leído, originalmente contaba con varias columnas adicionales y con estatuas en el nivel superior, pero todo eso se ha perdido.
Desde aquel arco se entraba a los terrenos del Olimpeion o templo de Zeus Olímpico, el mayor templo de la Antigua Grecia. Originalmente contaba con 104 columnas corintias de 17 m de altura cada una —este fue el primer templo construido cuyas columnas exteriores pertenecían a este orden—, de las que solo dieciséis han sobrevivido hasta nuestros días. El precio para entrar en el recinto del templo era de 12€, un verdadero abuso sobre todo teniendo en cuenta que no hay nada más aparte de las columnas, y que esa misma mañana había pagado 20€ por la visita completa a la Acrópolis. Empezaba a darme la sensación de que aquel país intentaba salir de la crisis a costa del turista, así que entre eso y que en aquel momento me apetecía pasear por la ciudad, decidí pasar de largo y contentarme con verlo desde lejos.
Dejando atrás el Arco de Adriano dirigí mis pasos hacia el barrio de Plaka, asentado en las faldas de la Acrópolis. Tras pasar por una iglesia bizantina del siglo xi, la de Santa Catalina —que estaba cerrada, para variar—, por el camino me encontré con una plaza que parecía un oasis de tranquilidad dentro de la bulliciosa capital griega. No se nota mucho en las fotos, porque había gente igualmente, pero a mí al menos, que llevaba caminando desde las seis y media de la mañana y había recorrido toda la Acrópolis casi sin desayunar, me sentó de maravilla sentarme en uno de los bancos de aquel pequeño jardín a reponer fuerzas antes de continuar mi visita por la ciudad.
A mi lado tenía un monumento que no identificaba y que tuve que buscar en mi guía porque no lo había incluido en mi ruta: la Linterna de Lisícrates, uno de los llamados «monumentos corágicos» de Atenas. ¿Y qué es eso de «corágico»? El diccionario de la RAE no recoge este término, pero sí el de «corego»: “En la Grecia antigua, ciudadano que costeaba la escenificación de las obras teatrales”. Y a eso se dedicaba el tal Lisícrates, que mandó erigir aquel monumento en el año 345 a. C. para conmemorar el primer premio que había ganado ese año con un coro de hombres en el teatro de Dioniso.
Y no es un monumento cualquiera. Investigando un poco he descubierto que fue la primera construcción en cuyo exterior se usaron capiteles corintios. Y no solo eso: multitud de arquitectos por todo el mundo lo han usado como inspiración, lo que me ha recordado a dos memoriales que pude ver en la colina de Calton Hill en Edimburgo allá por 2009 que guardan mucha semejanza con la Linterna de Lisícrates: el del matemático Dugald Stewart y el del poeta Robert Burns. Recuerdo que en su día me llamaron mucho la atención, pero cuando los vi no me podía imaginar que me cruzaría con el modelo original de forma tan fortuita diez años después.
Tras aquel pequeño descanso en la plaza de Lisícrates, tocaba adentrarse por fin en las empinadas calles del barrio de Plaka, a la sombra del mirador de la Acrópolis en el que había estado un rato antes. Se trata de una de las partes más antiguas de la ciudad, en donde originalmente residían los esclavos y los inmigrantes, y en la actualidad es una zona bastante turística repleta de locales de comida tradicional y tiendas de artesanía. Aunque ya empezaba a haber mucho ambiente en las terrazas, todavía era algo temprano para comer y decidí seguir con mi paseo, subiendo hasta lo más alto del barrio para contemplar el monte Licabeto y una perspectiva diferente de la ciudad.
Dicen que Lord Byron escribió fragmentos de uno de sus poemas narrativos, Las peregrinaciones de Childe Harold, mientras se deleitaba en los restaurantes y cafeterías de Plaka. De hecho, estuvo alojado allí entre 1810 y 1811, en el desaparecido convento de los capuchinos, situado en la actual calle Vyronos llamada así en su honor. Durante su estancia en Grecia el país se encontraba en una época en la que el enfrentamiento contra los otomanos que los tenían sometidos empezaba a ser ineludible, y unos años después se desataría la guerra de independencia en la que el afamado poeta inglés perecería. A día de hoy no he leído nada de este señor, para qué nos vamos a engañar, pero son tantas las referencias que veo siempre a su persona que un encuentro con su obra resulta cada vez más inevitable.
Continuará…