Recuerdo haber cruzado el paso de Roncesvalles en al menos un par de ocasiones antes del presente verano: la primera, allá por 2016, al dirigirnos al país de los cátaros y a los extensos lagos del norte de Italia; la segunda, ya en sentido inverso un par de años después, mientras volvíamos de recorrer la bella costa bretona y los volcanes de Auvernia en un viaje que creó tantos recuerdos nuevos como otros revivió. Sin embargo, en ambas situaciones pasamos de largo, a pesar de lo mucho que prometían desde la carretera la fachada de aquella colegiata gótica y los imponentes albergues de peregrinos, tan enormes que parecían estar fuera de lugar en medio de aquel paraje.
Este año decidimos pasar allí la primera noche de un viaje destinado a visitar algunos lugares en la región central de los Pirineos como Saint-Lizier, Saint-Bertrand-de-Comminges o el Tourmalet. A pesar de que aquel día habíamos conducido gran parte del trayecto bajo un sol de justicia —sobre todo mientras atravesábamos «las colinas y las sierras calvas» de los campos de Soria—, conforme nos íbamos acercando a la frontera con Francia por las carreteras del norte de Navarra empezamos a ver cómo una espesa niebla se posaba sobre las cumbres pirenaicas.
Como era de esperar, cuando llegamos a las proximidades de Roncesvalles —una población situada a casi mil metros de altura sobre el nivel del mar— aquella niebla nos envolvió y apenas nos permitió ver las construcciones hasta que aparcamos el coche frente a la mencionada colegiata. Nos llevamos una gran alegría cuando al llegar a la oficina de información nos comunicaron que en diez minutos daría comienzo la última visita guiada del día, y que esta incluía todos los monumentos de la localidad a excepción de la iglesia. Evidentemente, nos apuntamos; ya habría tiempo más tarde de llevar las maletas al hotel.
Cuando llegó la hora de la visita apareció nuestro guía, un señor que se presentó como Julio y que por lo que descubrimos más tarde es historiador y ha publicado varios libros sobre el patrimonio de Navarra, entre otras cosas. Este nos llevó en primer lugar hacia la casa prioral, en cuya planta baja se encuentra el museo de arte sacro. Tras atravesar la puerta del museo, coronada por uno de los emblemas de la localidad —una espada amalgamada con un báculo de peregrino—, nuestro guía nos introdujo a la historia del paso de Roncesvalles y su relación con el Camino de Santiago, el rey Sancho VII de Navarra, y Carlomagno, entre otros.
Precisamente atribuido a este último es el conocido como «ajedrez de Carlomagno», una de las piezas que se custodian en aquel museo y que pudimos ver de cerca. Según cuenta la historia, en el año 778 tuvo lugar no muy lejos de allí la llamada «batalla del paso de Roncesvalles», en donde la retaguardia del ejército franco al mando de Carlomagno se vio emboscada por las fuerzas vasconas a la vuelta de su frustrado intento de conquista de la península ibérica. Lo que ya es más leyenda que historia es que, según dicen, el emperador se encontraba jugando sobre dicho ajedrez cuando recibió la llamada de auxilio de su sobrino Roldán, que pereció en aquella batalla (el mismo Roldán o Rolando del cantar de gesta del siglo xi conocido como «La Chanson de Roland», pero ya hablaré sobre eso más tarde).
Lo cierto es que aquel artilugio ni es un ajedrez ni perteneció al archiconocido emperador. Se trata en realidad de una especie de relicario dispuesto en forma de damero irregular en donde las casillas para las reliquias se alternan con esmaltes de temática iconográfica religiosa (concretamente, el Juicio Final). Se estima que fue elaborado en Montpellier en la primera mitad del siglo xiv, mucho después de la época de Carlomagno, y que perteneció al rey Carlos II de Navarra, conocido como «el Malo». Una maravilla de la artesanía religiosa que ya justifica por sí sola la entrada al museo.
Otra de las joyas —nunca mejor dicho— que se pueden ver en el museo es la esmeralda de Miramamolín, presente en el escudo de Navarra y, por extensión, en el de España. El escudo de Navarra es muy característico y siempre me había llamado la atención: unas cadenas de oro dispuestas de forma simétrica sobre fondo rojo (o, en la jerga heráldica, «en campo de gules»). De lo que no me había percatado nunca —pero nunca— es que en el centro de las cadenas había un punto verde, como si actuara de broche, y por las reacciones del resto de personas allí presentes me da que no soy, ni por asomo, el único que no lo había visto antes.
La historia detrás de ese «punto verde» y de las cadenas es muy curiosa, por supuesto envuelta en leyendas e interpretaciones bastante alegres de varios eventos pretéritos. Para conocerla hay que remontarse al año 1212, cuando tuvo lugar un enfrentamiento en las inmediaciones de la jienense ciudad de Úbeda entre el ejército almohade al mando del califa Muhámmad an-Násir y las fuerzas cristianas comandadas por Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y, por último, el protagonista de nuestra anécdota: Sancho VII de Navarra. Al acabar la batalla, que supuso la victoria de estos últimos y propició el declive del imperio almohade, el rey Sancho se encaminó a la tienda del dirigente musulmán dispuesto a plantarle cara. Se dice que la tienda estaba protegida por unas cadenas y que el monarca, apodado «el Fuerte» por su exagerada envergadura, las cortó sin apenas esfuerzo con su espada para así acercarse a Muhámmad an-Násir —apodado como Miramamolín, algo así como «el príncipe de los creyentes»— y arrancarle una enorme esmeralda que llevaba en su turbante.
Y por eso el escudo de Navarra tiene ese diseño, en conmemoración de los hechos acontecidos aquel día en la que con el paso de los años pasaría a conocerse como la «batalla de las Navas de Tolosa». Ah, por cierto, al igual que la esmeralda, las cadenas que protegían la tienda del califa almohade también se encuentran en Roncesvalles, pero no en el museo, así que ya hablaré de ellas cuando toque.
En cuanto a las pinturas que alberga el museo, destacan sobre todo dos. La primera es el Tríptico del Calvario, una obra muy curiosa de autor anónimo ubicado en la escuela flamenca del siglo xvii. Lo primero que llama la atención de este cuadro es que todos sus personajes, a excepción de dos, parecen tener la mirada perdida. De estos dos, uno es aparentemente un noble, el único de los personajes del cuadro que observa al Cristo crucificado, mientras que el otro, situado en el centro, es el emperador Carlos I de España y V de Alemania, que aparte de aparecer representado de forma algo caricaturesca, tiene la mirada fija en el mencionado noble, casi en actitud servil. Es por esto que se cree que dicho noble representa al mecenas que encargó el cuadro, y que por la forma en que Carlos I aparece caracterizado no parece que le tuviera mucho aprecio.
El segundo cuadro es una Sagrada Familia del siglo xvi obra del célebre pintor español Luis de Morales, apodado «el Divino» por su predilección por la temática religiosa. En la pintura aparece el Niño Jesús recibiendo un beso de su primo san Juan Bautista, sosteniendo este último un cordero en miniatura. La figura principal, sin embargo, es la Virgen María, con la cara completamente iluminada hasta el punto de que el resto de la iluminación del cuadro parece partir de ella. En la penumbra, detrás de la escena, se puede ver a san José completando la pintura.
También en el museo se exponen las cubiertas de un evangelario realizado en el siglo xiii en Navarra, labradas en plata repujada y sobre las que en otra época juraron algunos reyes de Navarra y también los priores de la colegiata (los relieves son impresionantes, y en 1975 incluso se emitió un sello reproduciendo el diseño que podéis ver aquí). Por último, también me llamaron la atención especialmente del museo un retablo de la pasión realizado con esmaltes, una virgen sedente del siglo xiii que se encontraba adornando una de las columnas, y dos manguales que, por la leyenda que los presentaba, se supone pertenecieron al rey Sancho VII.
Al acabar sus amenas explicaciones nuestro guía nos dio unos minutos para inspeccionar por nuestra cuenta el museo y acto seguido nos condujo a la segunda parte de la visita: la capilla de Santiago. No es de extrañar que haya una iglesia dedicada al Apóstol Santiago en Roncesvalles, teniendo en cuenta que desde hace más de mil años la mayoría de peregrinos provenientes de Francia pasan por allí (no en vano, también se la conoce como la iglesia de los Peregrinos). Sin embargo, tampoco es una iglesia majestuosa como la de la colegiata, sino un pequeño templo gótico de fábrica sencilla y planta rectangular levantado en el siglo xiii. En su interior se encuentra una imagen de Santiago, cobijada por una bóveda de crucería que, al contrario que el resto del edificio, no es de piedra sino de ladrillo, ya que fue reconstruida tras vencerse la original a consecuencia de una gran nevada (¿o fue un incendio?). En su espadaña se encuentra, desde las restauración de la capilla a principios del siglo xx, una campana proveniente de la desaparecida iglesia de San Salvador, sita originalmente no muy lejos de allí en el Alto de Ibañeta.
La visita guiada llegó a su fin en el edificio contiguo a la iglesia de Santiago: el conocido como Silo de Carlomagno o capilla del Espíritu Santo. Por lo que nos contó el guía, se trata de un edificio completamente único, con una estructura que no se repite en ninguna otra edificación conocida y que además esconde muchos misterios. Para empezar, su nombre puede llevar a engaño, ya que no se trata de un silo de ningún tipo (en realidad, la palabra que lo designa no es sino una deformación del mismo término que daría lugar a la palabra «zulo», que en euskera significa «agujero»). En cuanto a su arquitectura, es un edificio de planta cuadrada cubierto por un tejado a cuatro aguas en cuyo interior, en el centro, se encuentra un altar elevado. Rodeando el altar se puede ver una especie de claustro que servía de lugar de enterramiento para los canónigos de la colegiata.
La función original del edificio se desconoce, pero tradicionalmente siempre se ha creído que bajo sus piedras se encontraba un cementerio mandado levantar por el mismo Carlomagno tras la derrota en la batalla del Paso de Roncesvalles para dar sepultura a los fallecidos del bando franco, y que en una tumba en el centro del camposanto descansaba el cuerpo del caballero Roldán. Aunque el edificio está fechado en el siglo xii, recientes excavaciones han confirmado que, efectivamente, el lugar esconde un cementerio —a través de una apertura se puede visualizar la cripta emplazada bajo el altar, con multitud de huesos a la vista—. Sin embargo, y aunque todavía queda mucho por investigar —durante nuestra visita se podían ver varias mesas de los arqueólogos cubiertas de restos humanos— los primeros cuerpos encontrados pertenecían a soldados del ejército napoleónico (!).
Como conmemoración del XII aniversario de la mencionada batalla del Paso de Roncesvalles se levantó cerca del «silo» un monumento en 1978, que también pudimos ver y junto al cual el guía se despidió de nosotros, animándonos a completar el recorrido por Roncesvalles visitando por nuestra cuenta la iglesia de la colegiata, el claustro y la capilla de San Agustín.
Continuará…
Muchas gracias como navarro por este interesante y completo artículo.
Gracias a ti por tu comentario, Jose Jan. En unos días espero publicar la segunda parte.