Lejos parece que queda ya aquella época en la que no podíamos salir de nuestra propia provincia, ni siquiera por motivos justificados, y que cuando marchábamos de casa aunque fuera a caminar por el parque teníamos que llevar una mascarilla. En uno de aquellos días, saturado ya de casi un año de aquel confinamiento intermitente, me levanté con ganas de salir de las cuatro calles de siempre y cogí un autobús hasta A Ponte Ulla, una localidad coruñesa lindante con la provincia de Pontevedra. Había pasado en coche por allí muchas veces, y siempre me habían llamado la atención los dos prominentes viaductos que permiten salvar la garganta que el río Ulla ha esculpido a su paso por esta localidad, pero nunca me había dado por parar allí. Mi objetivo era visitar aquel lugar, acercarme lo máximo posible a los viaductos, y volver caminando hasta casa siguiendo la ruta marcada por la última etapa de la Vía de la Plata.
El autobús me dejó en uno de los cuatro puentes que atraviesan la parroquia de Ponte Ulla, el correspondiente a la carretera nacional. Desde allí tenía unas memorables vistas de la aldea, del Alto do Castro, y de los otros tres puentes. El primero, de piedra y con un arco de varios centros, estaba a poca distancia río arriba, y parecía dar a lo que era el centro de la parroquia, identificable gracias a la espadaña de la iglesia (es probable que en este lugar se encontrara el puente primitivo que diera nombre a la aldea, pero quién sabe). Más a lo lejos, podía ver casi en toda su longitud el puente de San Xoán de Cova, el más moderno de los cuatro, que es por el que el AVE atraviesa el río. Por último, ya en la lejanía, se vislumbraba el viaducto de Gundián, uno de los puentes ferroviarios más espectaculares de Galicia y el principal motivo por el que me encontraba allí aquel día.
Ponte Ulla tiene unos 325 habitantes censados, así que como era de esperar el núcleo de la aldea era bien pequeño. Aparte de un par de gasolineras y un pazo destinado a celebraciones no parecía haber nada más en donde me encontraba, así que crucé al otro lado del río Ulla, entrando en la provincia de Pontevedra y quebrantando así la legislación vigente (?). Al otro lado había un pequeño conjunto de casas con sus correspondientes hórreos y una carretera por la que llegué al ya mencionado puente de piedra, precedido este por un mojón del Camino de Santiago que indicaba una distancia restante de 21,2 km. Sí, me quedaba una buena caminata por delante.
Nada más cruzar el puente me encontré con la iglesia, un templo que, exceptuando su ábside, es bastante representativo del barroco gallego en su variante más sobria, sin apenas elementos decorativos. El ábside, por el contrario, es de estilo románico, y está dotado de canecillos y capiteles labrados (aunque estos tampoco cuentan con demasiada ornamentación). Esta última parte es la más antigua, y está fechada en el siglo xii, mientras que el resto corresponde a tres grandes remodelaciones que se realizaron sobre la iglesia medieval original entre los siglos xvi al xix. Por lo que he podido leer, los orígenes de la iglesia se remontan al siglo viii, cuando un obispo lucense llamado Odoario mandó edificar un templo cerca del lugar por el que los peregrinos atravesaban el río Ulla, pero de esta construcción no queda nada.
Como la puerta estaba abierta, decidí entrar a ver qué me encontraba, y me llevé varias sorpresas. La primera, la capilla lateral que se levantó en el muro sur, probablemente en la primera remodelación del siglo xvi, que cuenta con una bóveda de terceletes con cinco claves y el escudo de armas del Marqués de Ribadulla, quien fuera mecenas de esta ampliación. La segunda, las pinturas murales que decoran el arco central del altar mayor, fechadas en la misma época que la capilla lateral y que muestran el episodio de la Anunciación. Y la tercera, las dos representaciones —una imagen y una vidriera— de Santa María Magdalena, titular de la parroquia, portando en ambos casos uno de sus atributos: un cráneo humano.
Al salir de la iglesia me encontré con la señalización de una ruta que llevaba hasta la base del más moderno de los tres puentes: el de San Xoán da Cova. Este viaducto fue inaugurado en el año 2012 y debe su nombre al antiguo monasterio consagrado a san Juan que se encontraba en esta zona, hoy desaparecido, y a la garganta que atraviesa, conocida como Paso da Cova. La parte más característica del puente es su arco central en forma de catenaria, que logra salvar una distancia de 168 metros entre sus dos vigas y otorga al puente, junto a las nueve pilas restantes, una luz total de 630 metros. Me recordó mucho a otro viaducto que se encuentra cerca de Santiago, en la parroquia de O Eixo, y que forma parte de la misma línea ferroviaria (de hecho, en algunas webs suelen confundir el uno con el otro, supongo que debido a su cercanía y a su semejanza estructural).
La ruta partía desde el centro de la parroquia y continuaba paralela al curso del río Ulla hasta internarse en un pequeño bosque. Por ella pude llegar hasta la base occidental del enorme arco, y debo reconocer que pocas veces me he sentido tan pequeño. Sin ir más lejos, en el momento de su finalización el viaducto de San Xoán da Cova se convirtió, gracias a sus 117 metros de gálibo, en el puente ferroviario más alto de España, título que sigue conservando a día de hoy (el de O Eixo que mencioné anteriormente es el segundo). También lo fue del mundo, pero desde entonces se han levantado varios puentes ferroviarios en China y en la India que lo superan en altitud. Para su construcción se tuvo en cuenta no solo la enorme distancia a salvar y la complejidad del terreno, sino también los intensos vientos que suelen golpear el Paso da Cova, motivo por el que las pilas son de sección redondeada en lugar de cuadrangular. Aquí se puede ver un video muy recomendable en el que se describen todos los pasos de su proceso de construcción.
Tras dejar atrás las vigas del puente, la ruta subía zigzagueando por el bosque hasta llegar al que probablemente sea uno de los miradores más espectaculares de Galicia: el mirador de Gundián. Desde allí pude contemplar tanto la garganta del Ulla como los dos viaductos ferroviarios que la atraviesan: a mi derecha tenía el viaducto nuevo, el cual acababa de ver unos minutos antes desde el lecho del río, y a mi izquierda el antiguo, el puente de Gundián. Aunque para la construcción del nuevo se tuvo en cuenta la búsqueda de cierta similitud estética con el puente viejo, como por ejemplo en las proporciones del arco central, las desigualdades entre ambos son más que evidentes y me resultó muy curioso contemplar desde aquel mirador cómo dos épocas tan diferentes —y no tan lejanas— en la historia de la ingeniería de caminos habían afrontado el mismo problema.
La obra, proyectada por el ingeniero Ricardo Barredo de Valenuela, duró doce años, entre 1944 y 1956, y supuso la finalización de la línea de ferrocarril que va de A Coruña a Zamora. Al contrario que el viaducto nuevo, realizado con encofrados de hormigón, el puente de Gundián —que, por cierto, sigue en uso para los trenes de media distancia— se construyó en piedra con armazón de hierro. El puente está asentado sobre dos afloramientos de cuarcita que forman parte de un alargado filón de cuarzo que se extiende desde el pico Sacro —junto al cual pasaría más tarde aquel día— hasta la parroquia de San Miguel de Castro en A Estrada (sin ir más lejos, hay varias minas de cuarzo en la zona, cuyos propietarios exigieron compensaciones millonarias por permitir que la vía del AVE pasara por allí y retrasando así durante más de una década la llegada de una vía de alta velocidad desde Madrid a Galicia).
Antes de llegar a Ponte Ulla había leído en varios sitios que el más antiguo de los dos puentes ferroviarios tenía habilitado un paso peatonal para poder cruzarlo a pie, y que incluso estaba preparado para hacer puenting. Mi plan original era atravesarlo y llegar al Alto do Castro, el monte que se veía al otro lado y que el tren atraviesa gracias a un túnel (en este monte, aparte de un mirador con vistas presumiblemente espectaculares, se encuentra también el santuario de Gundián, escondido entre su vegetación). Sin embargo, cuando llegué allí descubrí que la información que había encontrado en internet no podía estar más desactualizada (si es que alguna vez fue verídica). Al llegar al puente pude comprobar que cruzarlo a pie era de todo menos seguro, y que además varias señales prohibían expresamente lo que al menos a mí me pareció una temeridad. Sin ir más lejos, cerca de donde me encontraba había un coche parado con un voluntario dentro vigilando que nadie se atreviera a cruzar el puente andando.
Así que, descartado mi paseo por el Alto do Castro y los terrenos del santuario de Gundián (ya habría ocasión de visitar esa otra zona más adelante, aunque fuera llegando por otro camino), decidí dar media vuelta y poner rumbo a Santiago. Como dije al principio, la señal del Camino que encontré en Ponte Ulla indicaba que desde el centro de la aldea me encontraba a 21,2 km de casa. El problema es que con el cuento de visitar la aldea y los puentes, ya llevaba 7 km encima. Era hora de descubrir cuánto daño había hecho el confinamiento a mi ya de por sí escasa forma física.
Continuará…