Un enorme mural conmemorativo de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1998 nos dio la bienvenida a la estación de ferrocarril de Nagano, a la que llegamos en tren bala desde Kanazawa. No es de extrañar que estas olimpiadas se celebraran aquí en al menos una ocasión, teniendo en cuenta que esta histórica ciudad japonesa no solo es la capital prefectural de Japón situada a mayor altitud —unos 400 m sobre el nivel del mar—, sino que además se encuentra rodeada de montañas y de estaciones de esquí. Nuestro objetivo era pasar el día viendo la ciudad —y más concretamente uno de sus templos— y visitando el valle de Jigokudani, para más adelante seguir nuestro camino hasta Matsumoto, en donde pasaríamos esa noche.
El origen de Nagano se remonta al siglo vii, cuando se construyó el templo budista de Zenkō-ji, uno de los Tesoros Nacionales de Japón y uno de los pocos lugares de peregrinación que quedan en el país. Con el paso de los años, alrededor de dicho templo se fue formando lo que en japonés se conoce como monzen-machi (門前町) —lit. «pueblo delante de la puerta», en referencia a la puerta principal de entrada al templo—, y este pueblo siguió creciendo hasta convertirse en la ciudad de casi 350.000 habitantes que ha llegado a nuestros días. Nada más salir de la estación de tren buscamos algún autobús de la línea Nisseki, que es la que llevaba directamente al templo desde allí, y nos montamos en él.
Tras un trayecto de poco más de 2 km en dirección norte, el autobús nos dejó justo en donde comenzaba el recinto del templo: un arco de madera algo rústico flanqueado por dos linternas de piedra. Del arco colgaban varios farolillos en los que se podían leer los caracteres 十夜會, una inscripción arcaica que, adaptada al japonés moderno, se escribiría como 十夜会 (jūyae, lit. «reunión/fiesta de diez noches») y que hace referencia a un rito budista que históricamente tiene lugar entre los días 5 y 15 del décimo mes del calendario lunar. Durante dicha celebración los budistas realizan la práctica del «nianfo» o «nembutsu», que consiste en invocar el nombre de un Buda al tiempo que se contemplan los méritos y la forma de este. Nosotros estuvimos allí el 22 de noviembre de 2016, que adaptado al calendario lunar sería el día 23 del décimo mes, ya pasada la celebración, por lo que desconozco si simplemente se estaban demorando en retirar los farolillos —cosa que me extrañaría— o si están allí emplazados todo el año. Habrá que volver en otra fecha para comprobarlo (?).
Al otro lado del arco de madera se veía ya la puerta propiamente dicha de acceso al templo: la Niōmon (仁王門) o «puerta de los reyes Deva», nombre que hace referencia a las dos musculosas y casi que aterradoras estatuas que flanquean la entrada al recinto sagrado y que reciben el nombre de Niō (仁王) o Kongōrikishi (金剛力士). Según narra la tradición, a pesar de su iracundo aspecto estos dos reyes acompañaron al buda Siddhārtha Gautama en sus viajes con el fin de protegerlo, y se consideran manifestaciones físicas de Vajrapani, uno de los bodhisattvas del panteón budista. En japonés, reciben el nombre de Misshaku —el de la izquierda— y Naraen —el de la derecha—, y la principal diferencia entre ambos es que, mientras uno aparenta tener la boca abierta, el otro la mantiene cerrada. En realidad, lo que representa este gesto es que están pronunciando respectivamente la primera letra del alfabeto devanagari (अ, «a») y la última (ह, «un»), que como os podéis imaginar simbolizan el principio y el fin de todas las cosas (algo parecido al significado que se le da en el cristianismo a las letras alfa y omega del alfabeto griego). Por este motivo, también suelen recibir respectivamente los nombres de Agyō (阿形, «forma «a»») y Ungyō (吽形, «forma «un»»).
Este tipo de estructuras de acceso es bastante típica en los templos budistas japoneses, y ya me las había encontrado previamente en otros templos como el de Sensō-ji en Tokio y el de Tōdai-ji en Nara. En particular, la gigantesca puerta Nandaimon del gran templo de Nara es probablemente la más espectacular de todo el país, y alberga dos Niō de principios del siglo xiii que llegan a los 9 metros de altura. En cambio, los Niō de Zenkō-ji miden «solo» unos 4 o 5 metros y fueron realizados a principios del siglo xx, ya que los originales se perdieron en un incendio. Por culpa de las rejillas que los protegen de los pájaros no les pude hacer buenas fotos y apenas se aprecia en ellos que, aparte de en el gesto de la boca, también se diferencian en que cada uno tiene levantada la mano opuesta a la entrada, y en que mientras uno porta una maza el otro blande una espada. Aparte de las estatuas de los Niō, que es quizá lo más llamativo de la puerta, también pudimos ver sobre la entrada la inscripción Jugakusan (定額山), que es el nombre honorífico del monte sobre el que se asienta el templo, así como una buena muestra de sandalias emplazadas frente a las estatuas que los peregrinos dejan como ofrenda al llegar al templo, y una especie de sellos o pegatinas cuyo significado no he conseguido averiguar.
Tras atravesar la puerta Niōmon llegamos a Nakamise-dōri (仲見世通り), la calle repleta de restaurantes, tiendas y albergues que suele preceder a los templos budistas más importantes (aunque en aquel momento por alguna razón estaba prácticamente todo cerrado). A lo lejos se veía ya la segunda y última puerta de entrada al templo: la gigantesca Sanmon (山門) o «puerta de la montaña», también conocida como Sangedatsumon (三解脱門) o «puerta de los tres caminos para la liberación espiritual» (que cuente con tres arcos de entrada no es casualidad). Al igual que pasa con la Niōmon, esta estructura no es única del templo Zenkō-ji de Nagano, sino que es habitual encontrar puertas con nombre y forma similar en otros centros budistas de Japón, siendo probablemente la más célebre la del monasterio Chion-in de Kioto. La de Nagano, que fue sometida a una profunda restauración entre 2001 y 2007, data de 1750, y en su interior se custodian cinco estatuas budistas de gran valor realizadas en madera pero que no se encuentran expuestas al público. Conforme nos acercábamos, en su fachada se empezaba a distinguir la inscripción 善光寺, que no es sino el nombre del templo, Zenkō-ji, escrito en caracteres japoneses, y que se puede traducir como «templo de la luz benevolente».
A la derecha de la enorme puerta pudimos ver seis estatuas Jizō (地蔵), guardianas de los niños, los viajeros y el inframundo, que suelen encontrarse en los senderos de peregrinación y que se caracterizan por llevar un gorrito y un babero de tela roja. En particular, se dice que estas seis estatuas de Zenkō-ji, conocidas en conjunto como Rokujizō (六地蔵), protegen los seis planos de la existencia: el de los humanos, el de las bestias, el de los espíritus, el de los dioses, el cielo, y el infierno. Al lado de ellas había otra estatua Jizō muy similar pero de mayor tamaño, conocida simplemente como Enmei Jizō (延命地蔵), que significa algo así como «Jizō que alarga la vida», y también como Nurebutsu (ぬれ仏) o «Buda mojado», ya que fue emplazado allí para proteger el templo de los incendios. Las estatuas originales eran de mediados del siglo xviii, pero se donaron como metal durante la Segunda Guerra Mundial y no fue hasta 1954 que se realizaron las actuales.
Tras atravesar la Sanmon llegamos al edificio más notable de Zenkō-ji: el Hondō (本堂) o «cámara principal», uno de los Tesoros Nacionales del país. Este edificio fue construido durante el periodo Heian, época de la historia de Japón en la que los devotos ajenos a la corte y a la aristocracia empezaron a tener más acceso a los recintos sagrados. Es por eso que el Hondō de Zenkō-ji cuenta con una estancia a la que se puede acceder —previo pago de unos 600¥ en el momento de nuestra visita— para observar el interior del templo y rezar las oraciones pertinentes (por desgracia no dejaban hacer fotos, pero esto es algo habitual en este tipo de construcciones). Se dice que en el Hondō de Zenkō-ji se conserva la primera estatua budista que llegó a Japón, concretamente desde la India en el siglo vi, pero nunca se encuentra expuesta al público (por lo visto ha permanecido oculta ininterrumpidamente desde el año 654, y lo máximo que se puede aspirar a ver es una copia que se exhibe cada seis años durante un periodo de dos semanas).
Frente al enorme edificio estaba el daikorō (大香炉) o «gran incensario», una enorme pieza metálica coronada por un komainu o «león guardián». Allí pudimos presenciar cómo algunos de los fieles no solo prendían ofrendas en su interior sino que además se restregaban el humo por diversas partes de su cuerpo. Aquello me suscitó bastante curiosidad y cuando investigué sobre ello descubrí que lo hacían porque según la tradición el humo del gran incensario cura de cualquier dolencia la parte del cuerpo que toca. Al lado del incensario estaba también una pequeña construcción que suele verse en la mayoría de templos y santuarios de Japón: el pabellón de abluciones, conocido en japonés como chōzuya o temizuya (手水舎, lit. «cobertizo para el agua de las manos»), en donde los fieles realizan un ritual de purificación con agua heredado de la tradición sintoísta.
Algo que puede desconcertar al viajero occidental que recorre Japón por primera vez y que no está familiarizado con la simbología religiosa oriental es la gran cantidad de cruces gamadas que se suelen encontrar en los templos budistas. Por mucho que la Alemania Nazi usara este pictograma como emblema, mancillando para siempre su forma y significado, la esvástica —también llamada sauvástica cuando tiene los brazos orientados en sentido contrario al que estamos acostumbrados— es un símbolo mucho más antiguo y se puede encontrar por todo Japón, en donde está asociado al budismo y a la buena suerte y recibe el nombre de «manji» (卍). De hecho, es habitual encontrar en los mapas de Japón la marca 卍 para designar el emplazamiento de los templos budistas (en Google Maps se puede ver un ejemplo de esto).
El caso de Zenkō-ji en Nagano es uno de los más notables con respecto a este uso, como se puede ver en las fotos. La cruz gamada puede observarse en diversos lugares, como por ejemplo en los acabados de los frontones de las diferentes construcciones, en las cortinas que cuelgan del Hondō, en los farolillos, en las linternas, y en prácticamente cualquier elemento decorativo. Junto a ellos pudimos ver también otros dos símbolos algo menos conocidos: el kamon o «sello familiar» de la familia imperial japonesa —una flor de crisantemo con dieciséis pétalos—, y el jimon o «sello de templo» de Zenkō-ji —tres hojas de malvarrosa—, que no es sino el escudo original de Yoshimitsu Honda, un señor que salvó a la estatua sagrada que se conserva en Zenkō-ji de los abolicionistas del budismo allá por el siglo vii y en cuyo nombre se construyó el templo para protegerla (de hecho, Yoshimitsu y Zenkō se escriben con los mismos caracteres, pero usan pronunciaciones diferentes de estos). Por último, me gustaría resaltar también los kakubashira, esos prismas metálicos labrados que recubren las bases de algunos de los pilares de madera del templo, y cuyos diseños cuentan, en el caso de la foto que muestro, con el relieve de varios komainu.
El resto del complejo de Zenkō-ji incluye varios edificios accesorios, siendo uno de los más importantes el shōrō (鐘楼, lit. «torre elevada de la campana»), también llamado kanetsuki-dō (鐘突堂, lit. «sala en la que se tañe la campana»). Se trata de una pequeña torre construida en 1853 sobre los restos de un edificio anterior similar y que consta de seis pilares que representan las seis perfecciones o virtudes del budismo: generosidad, honestidad, paciencia, sabiduría, esfuerzo y amabilidad. La función principal del edificio es la de guarecer a la campana mayor del templo, fundida en 1667, que se hace sonar todos los días para anunciar cada hora entre las 10 de la mañana y las 4 de la tarde. Como curiosidad, se hizo mundialmente conocida en 1998, cuando se televisó el momento en el que se tocó para anunciar el comienzo de los Juegos Olímpicos de Invierno de ese año, que como ya comenté al principio se celebraron en Nagano.
Otra parte muy llamativa de Zenkō-ji son las tōrō (灯籠 o 灯楼, lit. «cesta o torre de luz»), una especie de linternas construidas en piedra, madera o metal cuya función original era la de iluminar los caminos de acceso a los templos budistas. Al lado del edificio principal pudimos ver dos de ellas que destacaban sobre el resto, y que parecían estar realizadas en azulejo con todo lujo de detalle. Me ha costado encontrar su origen, pero por lo visto son de 1894, donadas por un taller de cerámica de Tokio propiedad de un tal Kato Moku Saemon. Curiosamente, dos años antes de nuestra visita hubo un terremoto de magnitud 6.2 en el norte de Japón que no ocasionó demasiados daños, pero que afectó a una de estas dos linternas, provocando su desmoronamiento. Por suerte, la jaula que la protege de los pájaros y de los elementos también sirvió para que no se estrellara contra el suelo, tal y como podéis ver en esta foto, y dos años más tarde, cuando nosotros visitamos el templo, estaba restaurada y en un aparente perfecto estado.
La casualidad quiso que mientras salíamos del templo atravesando de nuevo la gigantesca Sanmon nos cruzáramos con un grupo de monjes que, presumiblemente, culminaban en ese momento su peregrinaje a Zenkō-ji. Mientras escribía esta entrada me ha entrado curiosidad al redescubrir las fotos y he investigado un poco sobre su atuendo, descubriendo que los sombreros que portaban, llamados takuhatsugasa (托鉢笠), están realizados con paja de arroz teñida con jugo de caqui (al menos los elaborados de forma tradicional), una sustancia que los impermeabiliza al tiempo que les da ese color oscuro anaranjado. También he averiguado que sus negras túnicas se conocen como koromo (衣), una palabra que en el Japón de antaño designaba a cualquier tipo de prenda pero que en la actualidad se usa solo en este caso. Por último, y aunque no se aprecia en las fotos, algunos de ellos portaban lo que se conoce como rakusu (絡子), una prenda que se cuelga del cuello y se despliega sobre el torso. Curiosamente, el tipo de puntada que se vislumbra en la costura del cuello de estas prendas determina la rama a la que pertenecen los monjes, lo que (si no me equivoco) identificaría a los que nos encontramos allí como miembros de la escuela budista Sōtō Zen, la más importante de Japón.
Aunque el recinto de Zenkō-ji es inmenso y nos quedaron muchas cosas por ver, tras aquella pequeña vuelta visitando sus principales edificios no nos quedó otra que seguir nuestro recorrido por los Alpes japoneses y poner rumbo de nuevo a la estación de ferrocarril de Nagano para coger el tren al valle de Jigokudani. Aparte de por el templo, Nagano también es famosa por el santuario de Tokugashi, emplazado entre los bosques que cubren las montañas al norte de la ciudad y en cuyos alrededores se encontraba una legendaria escuela de ninjas que a día de hoy se ha convertido en un museo sobre la historia del ninjutsu, el arte marcial japonés del espionaje y la guerrilla. Aquella excursión adicional bien habría justificado pernoctar en Nagano, pero por aquel entonces la pasamos por alto por puro desconocimiento. Como pasa siempre, ya tenemos un motivo para volver a este lugar en el futuro.