Mi vuelo llegaba a Londres-Stansted a las 7:50 y el tren para el que tenía un asiento reservado partía a las 8:26 de la estación de ferrocarril del aeropuerto. Un plan un poco ambicioso, lo sé, sobre todo teniendo en cuenta que había que superar el control de pasaportes y que Stansted no es un aeropuerto pequeño precisamente. Pero la suerte que iba a acompañarme durante todo aquel viaje empezó a hacer acto de presencia bien temprano y mi avión aterrizó con veinte minutos de adelanto, a eso de las 7:30, por lo que me dirigí con tranquilidad a la lanzadera que llevaba desde mi puerta de embarque a la terminal y me dispuse a cruzar el mencionado control. Aquí me llevé una pequeña decepción: pensaba que, desde el Brexit, a los europeos que entraban en el Reino Unido les sellaban los pasaportes, pero en lugar de los típicos agentes fronterizos que se pasan el día estampando visados, lo que me encontré fue una enorme hilera de máquinas blancas de aspecto futurista que te escaneaban el documento, te fotografiaban el careto, comprobaban que fueras la misma persona de la foto, y te permitían pasar (o no) hacia la terminal. Todo sea por una sociedad cada vez más deshumanizada, no vaya a ser.
Cuando llegué a la estación me pareció curioso que no me sobreviniera ningún recuerdo. Si bien era la quinta vez que pisaba aquel aeropuerto, solo en una ocasión, la primera de ellas, tuve que embarcarme en el atestado tren a Londres, y es posible que en los dieciséis años que habían pasado desde aquel verano tan trascendental la estación hubiera cambiado tanto que no la reconociera. O eso, o puede que por aquella época estuviera pensando en otras cosas, que también es factible. El caso es que, al contrario que aquella vez, en esta ocasión el tren que debía tomar no se dirigía a la capital, sino en dirección contraria, hacia la campiña cantabrigense y las marismas del Este de Inglaterra. Una región para mí hasta entonces desconocida pero sobre la que llevaba varios meses leyendo y aprendiendo con gran empeño.
Lo cierto es que llevaba una buena temporada sin hacer un viaje y estaba más pendiente de lo habitual de cualquier detalle. Por poner un ejemplo, una particularidad que me llamó la atención en el tren fue una especie de etiquetas que habían puesto sobre cada asiento y que indicaban los tramos del trayecto para los que esa silla estaba reservada (y que también amenazaban en el reverso con multa a los que se atrevieran a tomar la plaza que no les correspondía). En la mía se podía ver impreso mi tramo: Stansted – Cambridge, y bajo este otro que indicaba la reserva de un pasajero anónimo que se trasladaría de Ely a Birmingham más tarde en ese mismo asiento. Me pareció muy curioso, y no recordaba haber visto nada parecido en ningún otro tren.
Tras salir de la estación de Cambridge puse rumbo a mi alojamiento: una habitación que había alquilado por dos noches en la cercana Sturton St. De camino saqué algunas libras en una tienda llamada Sainsbury’s para sobrevivir durante aquellos tres días (curiosamente, los cajeros más recomendados se encontraban dentro de las sucursales de esta cadena de supermercados que cuenta con su propio banco, y me costó un poco entender que debía adentrarme en la propia tienda para encontrarlos). Los billetes que arrojó la máquina me dieron la sensación de ser de plástico y completamente nuevos, esto último algo paradójico teniendo en cuenta que mostraban la efigie de la difunta reina Isabel II y que hacía ya varios meses que habían empezado a imprimirlos con la cara de su hijo.
Uno de los elementos que más me gustan de la cultura del archipiélago británico son los pubs, o public houses, tan extendidos por todo el mundo pero que, evidentemente, donde son más genuinos es en la tierra que los vio nacer como herederos de las antiguas tabernae romanas. Después de un buen día caminando sin parar y fotografiando monumentos, nada como acabar en una mesa solitaria y oscura en el rincón de una de estas cervecerías, con una pinta por delante y una libreta sobre la que regurgitar todo lo experimentado y acontecido. Por eso, mientras llegaba al alojamiento iba con los ojos bien abiertos para ver si encontraba alguno decente en el que rematar aquellos dos días, y descubrí que en el local que lindaba con la casa en la que iba a hospedarme había uno con bastante buena pinta (ejem) llamado The Petersfield. Lo apunté mentalmente y me dispuse a conocer a mi anfitrión, Alex, un francés —concretamente de Normandía— que trabaja de investigador en la Universidad de Cambridge y que alquilaba una habitación en Airbnb.
Tras charlar un rato con él —por casualidades de la vida, su mujer es granadina y, aunque ella no se encontraba allí esos días, esta tangencial conexión dio pie a varias conversaciones durante mi estancia— puse rumbo al centro de la ciudad, para dar comienzo a mi visita propiamente dicha. Por el camino llegué a Parker’s Piece, un enorme cuadrilátero de hierba en el que se podía ver, a lo lejos, el chapitel de una iglesia a la que no supe poner nombre, así como varias personas paseando a sus perros y algunos amagos de campos de fútbol o de algún otro deporte. Sin ir más lejos, se dice que en este lugar, que delimita una de las entradas a la zona universitaria de Cambridge, nacieron en 1863 las primeras reglas del fútbol moderno, que de hecho se conocen como «reglamento de Cambridge» (en las esquinas del parque pude ver varios monolitos conmemorativos en los que dichas reglas habían sido grabadas en varios idiomas). Mientras atravesaba aquel extenso recinto, el sol iba ocultándose de forma intermitente tras las nubes —un patrón que se mantendría durante toda aquella jornada—, pero teniendo en cuenta que durante los veinte días anteriores no había dejado de llover en aquella ciudad, no podía dejar de sentirme como un privilegiado.
Continuará…