Cambridge
Octubre de 2024
Capítulo II

Inglaterra

Callejeando por Downing Site, uno de los recintos de la Universidad de Cambridge en donde se encuentran algunos de sus departamentos, llegué hasta la plaza del Mercado. Ya había varios puestos montados, la mayoría de comida, y desde la plaza se veían tanto el Guildhall —el ayuntamiento de Cambridge— como la iglesia de Santa María la Mayor, la más importante de la ciudad y mi primer objetivo aquel día. Había leído que por 7£ se podía subir a la torre de esta iglesia, y qué mejor manera de comenzar mi recorrido que disfrutando de una panorámica general de la ciudad. Ah, por cierto, a medida que me acercaba a la zona universitaria el número de bicicletas que tenía que esquivar iba aumentando considerablemente, hasta el punto de que tenía que andar con mil ojos a la hora de atravesar cualquier calle. Desconozco si los días de lluvia será tan exagerado, pero desde luego la cultura ciclista de Cambridge me llamó la atención desde el primer momento.

A pesar de su fama e importancia, y de contar con más de ciento cincuenta mil habitantes, Cambridge no tiene catedral —de hecho, no fue reconocida como ciudad hasta 1951—. Esto es debido a que pertenece a la diócesis de Ely, una población bastante más pequeña en la que residen menos de veinte mil personas situada a escasos quince minutos en tren de allí, pero que a comienzos de la Plena Edad Media era mucho más relevante —la trascendencia de Cambridge no empezó a consolidarse hasta la fundación de su universidad, allá por el siglo xiii—. En ausencia de una catedral, el templo cristiano más significativo de Cambridge es la iglesia de Santa María la Mayor —denominada localmente como Great St Mary’s—, frente a la que me encontraba en aquel momento. Su curioso nombre proviene del hecho de que existen dos iglesias en Cambridge consagradas a la Virgen María, siendo la otra la conocida como Little Saint Mary’s, Santa María la Menor, situada en esa misma calle y que visitaría dos días después. Fue en el año 1209 —lo que convertiría a Cambridge en la tercera universidad más antigua del mundo— cuando varios académicos de Oxford salieron huyendo de allí tras una disputa —en la que hasta llegó a morir gente— con los hostiles vecinos de la ciudad, y decidieron fundar una nueva universidad en esta población emplazada en el este de Inglaterra, lugar de procedencia de algunos de ellos. La iglesia de Santa María la Mayor ya existía por aquel entonces —aunque el edificio era diferente, desaparecido poco después en un incendio, y se conocía como St Mary-by-the-Market—, y dichos académicos decidieron usarla como lugar de reunión del consejo universitario, tradición que se mantuvo hasta 1730.

El edificio actual de la iglesia fue construido entre 1478 y 1519, durante los reinados de Ricardo III y Enrique VII, y es un representante del estilo gótico perpendicular tardío, la última etapa de la arquitectura gótica inglesa. La torre de 35 metros de altura, de cuya fachada cuelga el reloj universitario, fue finalizada más tarde, en 1608, y es considerada como el centro geográfico de Cambridge (sin ir más lejos, en la base de la torre pude ver una placa conmemorativa en la que se explica que desde ese mismo lugar, en 1725, un señor llamado William Warren, miembro del Trinity Hall, empezó a medir las distancias de las carreteras de carruajes desde Cambridge para así poder erigir los primeros miliarios de la historia de Inglaterra desde los tiempos del Imperio romano, tomando como punto de origen o datum de referencia la propia torre de la iglesia). Si bien no alcanza la majestuosidad de la vecina catedral de Ely, que tendría la oportunidad de ver al día siguiente, Santa María la Mayor de Cambridge destaca sobre el resto de templos religiosos de su ciudad —con el permiso de la capilla del King’s College, de la que hablaré más adelante— gracias a su torre —rematada esta por originales torretas octogonales que junto a las almenas le dan al conjunto aspecto de fortaleza— y a las elegantes y amplias ventanas de tracería vertical, algunas de ellas atravesadas por travesaños, que decoran las naves y el claristorio y que permiten que la luz entre en su interior.

Una vez dentro de la iglesia, lo primero que hice fue preguntar por la subida a la torre, y me dijeron que se hacía por turnos para evitar atascos en la estrechísima escalera y que aguardase mientras tanto hasta que me llamaran para la siguiente tanda, puesto que había gente arriba en ese momento. Como antes de mi llegada ya había anotado algunas particularidades del interior de la iglesia con el objetivo de fijarme en ellas, decidí dedicar el tiempo de espera a buscarlas, siendo la primera el púlpito móvil, una pieza de mobiliario relativamente infrecuente que cuenta con unos raíles que recorren la línea imaginaria que separa la nave del presbiterio. Por desgracia, en el momento de mi visita habían colocado una tarima sobre los raíles y solo se podía ver el nacimiento de estos, así que deduzco que entre eso y el aparatoso cableado de los micrófonos no deben de moverlo mucho.

También tenía apuntadas las vidrieras, en particular la que preside el presbiterio, que data de 1872 y que representa los eventos relativos a la natividad de Jesús. Está flanqueada por dos hornacinas vacías —algo habitual en las iglesias anglicanas que en otra época fueron católicas— coronadas estas por sendos arcos conopiales, y bajo la vidriera se puede ver un Cristo en Majestad de 1960 realizado en madera sobredorada que, a modo de retablo, preside el altar mayor. En el suelo del presbiterio me fijé en una placa conmemorativa de Martín Bucero, teólogo protestante alemán del siglo XVI que falleció en Cambridge —en cuya universidad trabajaba como profesor de teología— y cuyos restos fueron desenterrados, enjuiciados póstumamente por herejía, y quemados en la cercana plaza del mercado por orden de la reina María I de Inglaterra junto a una pila de sus propios libros. Este evento fue uno de los muchos relativos a la política de restauración católica llevada a cabo por dicha reina, a la que los protestantes dieron el sobrenombre de «María la Sanguinaria» (en inglés, Bloody Mary ). Por lo visto, la placa se encuentra en el lugar en el que estaba emplazada originalmente la tumba de Bucero.

La de Martín Bucero no es la única placa que vi, ya que los muros y el suelo de la iglesia estaban recubiertos de ellas. Algunas me llamaron la atención por su simpleza, como una simple losa en el suelo que rezaba: «Aquí yace el cuerpo de W. M. Yates. Abogado. 1708». La mayoría, en cambio, estaban más elaboradas, como por ejemplo una dedicada a un tal Michael Woolf, que aparte de regentar hace más de cuatrocientos años una posada cercana llamada The Rose —se puede ver la rosa Tudor grabada en la placa— también era capillero de Great St Mary’s. Traducida malamente del latín, la inscripción en la lámina de latón dice algo así: «Aquí yace Michael Woolf, hombre bueno y arrendador honesto. Entre los ancianos alegres era un triunfador. (?) Ni la envidia ni las habladurías maliciosas se atrevieron a hacerle el más mínimo daño; solo la muerte pudo con él. Murió el 5 de marzo de 1614. Bar[¿tholomew?] Woolf erigió este monumento.»

Sobre el resto de la iglesia, la estancia más prominente —sobre todo por sus vitrales— es la capilla que se encuentra en el lado del evangelio. Una de estas vidrieras, titulada «ventanal de la Gran Guerra», fue erigida en memoria de los caídos en la Primera Guerra Mundial, y en la parte inferior de esta se muestran cuatro de los escenarios en los que tuvo lugar la contienda y en donde fallecieron soldados cantabrigenses —Francia, Egipto, Mesopotamia y Turquía—, con el objetivo de resaltar la naturaleza global del conflicto. Fueron los propios familiares de los fallecidos los que, allá por 1922, sufragaron la instalación de la vidriera.

A la izquierda de esta se sitúa el «ventanal de los Santos y los Académicos», dedicado a ocho teólogos cristianos de gran relevancia. Si bien no he encontrado un factor común que los relacione, aparte de lo ya mencionado, entre todos ellos destaca —por supuesto— Isaac Barrow, que aparte de teólogo, era matemático. A él le debemos una de las primeras demostraciones del teorema fundamental del cálculo, una de cuyas consecuencias, la conocida como «regla de Barrow», lleva su nombre en su honor. Isaac Barrow pasó la mayor parte de su vida como estudiante y profesor de matemáticas en la Universidad de Cambridge, concretamente como miembro del Trinity College, cuyas más notables construcciones —la fuente y la gran puerta de entrada al complejo— se pueden ver representadas en la vidriera, tras la efigie de este. Fue precisamente allí donde, siendo ya profesor, conoció a un joven estudiante llamado Isaac Newton, convirtiéndose en la principal influencia que el célebre polímata inglés tendría durante aquellos años tan trascendentales.

Mientras fotografiaba las vidrieras, apareció la señora que me había recibido al entrar para indicarme que el siguiente turno de subida a la torre pronto daría comienzo, así que regresé a la nave principal para dirigirme a la escalera de acceso. Por el camino, me fijé en que la iglesia no tenía uno, sino dos órganos completamente diferenciados, algo que, si bien no es insólito, tampoco es demasiado común. Por lo visto uno pertenece a la universidad y el otro a la parroquia, aunque en las celebraciones y los oficios —al menos en la actualidad— se tocan indistintamente (como por ejemplo en el funeral de Stephen Hawking, que se llevó a cabo en esta iglesia el 20 de marzo de 2018). Otra particularidad que se me había pasado por alto hasta ese momento fueron los arcos que coronaban los ventanales, de forma apuntada pero delineados por cuatro secciones de circunferencia en lugar de dos. Este tipo de arco es bastante raro en la Europa continental, pero en la arquitectura inglesa es mucho más frecuente, y de hecho se suele conocer como «arco Tudor» en referencia a la dinastía que reinó Inglaterra entre 1485 y 1603, época en la que más se popularizó su uso.

A los pies de la escalera, junto a una pila bautismal de piedra bastante trabajada, la señora nos indicó las instrucciones de subida: no detenerse, y no realizar fotografías bajo ningún concepto hasta llegar a la azotea; la escalera era bastante estrecha y había que evitar impedir el paso al resto de visitantes. Recalcó esto varias veces, e incluso nos señaló que había cámaras a lo largo de toda la escalera para vigilar que nadie se saltara las normas. Los allí presentes nos miramos con caras mezcla de susto y de incredulidad, ya que parecía un protocolo bastante descomedido, pero no nos quedaba otra que acatarlo. Desconozco si unos días atrás habrían tenido algún percance y por eso estaban así de nerviosos con el tema, o si por el contrario aquella vehemente perorata que nos acababan de soltar era el pan de cada día.

Mientras subía los 123 escalones de la torre pasé por la entreplanta que encierra las campanas, y recordé algo que había leído sobre una melodía que compuso en 1793 un profesor de música de la Universidad de Cambridge llamado John Randall con motivo de la inauguración del reloj universitario de la iglesia. Dicha composición sigue sonando a día de hoy, y cuando la escuché in situ me pareció que la había oído en mil lugares a lo largo de mi vida. No en vano, tras leer un poco más sobre ella, descubrí que esa melodía se la apropiaron más adelante, en 1856, para el flamante reloj de la torre del Palacio de Westminster, en Londres, para ser interpretada por las campanas de cuartos y por el Big Ben, la gigantesca campana mayor que con el paso de los años acabó dándole nombre a la torre. Después se popularizó hasta el punto de convertirse en una de las melodías de carrillón más utilizadas del mundo, conocida —a pesar de su origen— como «Los Cuartos de Westminster» (podéis escucharla aquí, estoy seguro de que a vosotros también os va a sonar). Me hubiese gustado fotografiar aquellas campanas, o haber grabado un video mientras repicaban, pero las amenazantes cámaras y altavoces para llamar la atención —y el sermón previo sobre las normas de la torre, claro está— me intimidaron lo suficiente como para no arriesgarme a que me echaran de allí.

Una vez en lo más alto de la torre, pude sacar mi cámara por fin y fotografiar tranquilamente la ciudad universitaria desde aquel privilegiado mirador. Todos los edificios que tenía pensado visitar aquellos días se alcanzaban a ver desde allí, pero no voy a entrar en detalles y a enumerarlos todos puesto que poco a poco iré hablando de ellos uno a uno cuando toque, conforme llegue a la parte correspondiente del relato. El complejo que sí me interesa resaltar en este momento es el que me disponía a visitar nada más salir de la iglesia y que se encontraba al otro lado de la calle: el King’s College, famoso por su entrada monumental, por su patio y, por supuesto, por su capilla, que se puede ver en la primera foto de la siguiente tanda parcialmente escondida tras un gigantesco castaño de indias que lleva plantado delante de su fachada desde hace más de doscientos años. Cuando anunciaron por el altavoz que la escalera estaba despejada y que los que nos encontrábamos en la azotea podíamos bajar si queríamos, recogí la cámara, descendí nuevamente por aquellos escalones —diciéndole un último adiós a las campanas—, y me encaminé hacia mi siguiente objetivo.

Continuará…

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