Domingo, 29 de marzode 2015
Aquella primera noche en Japón no fue del todo bien. El
jet lag y los nervios no me dejaron pegar ojo y a eso de las 6 de la mañana me fui a la ducha, harto de ver cómo pasaban las horas y el sueño no terminaba de vencerme... Rodrigo, mi compañero de viaje, pasó una noche similar, así que decidimos salir temprano y poner rumbo a
nuestro primer objetivo: Nijō-jō (二条城, lit.
Castillo de Nijō).
Un domingo a las 7 am
las calles estaban desiertas, y no éramos muy conscientes aún de las dimensiones de esa gigantesca urbe llamada Kyōto (京都, lit.
Ciudad Capital). Las primeras calles por las que caminamos estaban pobladas de edificios muy descuidados que apenas se vislumbraban entre un
amasijo caótico de cables y farolas. Entre ellos aparecían de vez en cuando en los lugares más insospechados coloridas máquinas de refrescos, anuncios de mis series de animación favoritas, y
algún que otro atisbo de arquitectura tradicional.
La sensación de que
todo era tal y como me esperaba me acompañaría desde aquel momento y ya no me abandonaría hasta volver a España.
Los templos y santuarios no tardaron en aparecer, y cuando llegamos a Oike Dori ya nos habíamos cruzado con 3 o 4. Compramos algo de desayunar en un supermercado (¡cosas japonesas! ¡con letras en japonés! jajaja la emoción me invadía con cada mínimo detalle...) y llegamos por fin a las puertas del Castillo de Nijō.
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