Nantucket, la isla de los balleneros
“Nada más ocurrió en la travesía digno de mencionarse, así que después de un hermoso viaje, llegamos sanos y salvos a Nantucket. ¡Nantucket! Sacad el mapa y miradlo. Mirad qué auténtico rincón del mundo ocupa: cómo está ahí, lejos, en altamar, más solitario que el faro de Eddystone. Miradlo: una mera colina y un codo de arena; todo playa, sin respaldo. [...] ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que los de Nantucket, nacidos en una playa, se hagan a la mar para ganarse la vida? Primero buscaban cangrejos y quahogs en la arena; volviéndose más atrevidos, se metieron por el agua con redes a pescar caballa; más expertos, partieron en barcos a capturar bacalaos; y por fin, lanzando una armada de grandes barcos por el mar, exploraron este acuático mundo, pusieron un incesante cinturón de circunnavegaciones en torno de él, se asomaron al estrecho de Behring, y en todas las épocas y océanos, declararon guerra perpetua a la más poderosa masa animada que ha sobrevivido el Diluvio, la más monstruosa y la más montañosa; ese himalayano mastodonte de agua salada, revestido de tal portento de poder inconsciente, que sus mismos pánicos han de temerse más que sus más valientes y malignos asaltos.”
Así describía el novelista estadounidense Herman Melville la pequeña isla de Nantucket en uno de los primeros capítulos de su magnum opus: Moby Dick. Lo más curioso es que el bueno de Melville no llegó a visitar Nantucket hasta dos semanas después de ver publicada su obra, y es por este hecho que se le considera el primer turista de la isla.
En el verano de 2007 leí aquella magnífica aventura, y me fascinó tanto que me prometí visitar algún día la tierra de la que parte para nunca volver el monomaníaco Capitán Ahab. El pasado agosto, ocho años después, pude cumplir al fin aquel sueño.
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